The Objective.- Cada cierto tiempo, la sección internacional de la prensa retoma su interés noticioso sobre Perú: un presidente destituido, un congreso disuelto, miles de peruanos exigiendo lo primero y/o lo segundo, etc. El ritmo vertiginoso de los respectivos acontecimientos dificulta esa mirada pausada y cautelosa que permite identificar los orígenes de la inestabilidad, las salidas temporales y las soluciones definitivas. Llama la atención que existen interpretaciones de la realidad peruana para todos los gustos. Algunas enfatizan en las causas coloniales del conflicto, fundadas en Estados débiles y excluyentes, en un racismo estructural, en un «menosprecio histórico». Otras tocan las vísceras de nuestras teorías conspirativas favoritas, culpabilizando de la insurgencia a la telaraña del comunismo internacional o indignándose con la represión estatal autorizada por la versión local «mano dura». No faltan las que calzan con fetiches ideológicos, como los que consideran que «Castillo nunca tuvo poder porque era un maestro de escuela rural» (sic), o las que elucubran que «Evo Morales está detrás de la revuelta puneña» (sic).... Leer más La situación peruana interpela a toda la audiencia latinoamericana, porque toca las fibras de los hondos conflictos que llevan consigo las naciones de la región. En Perú se vive una simultaneidad de crisis: división territorial conflictiva y violenta, entre el Sur andino y la capital limeña, de estilo boliviano; inestabilidad presidencial e incertidumbre institucional, de semblanza ecuatoriana; penetración de las economías ilegales en la política y agitación social, tal como en América Central; legados de una guerra entre el Estado y subversivos terroristas asociados al narcotráfico, conforme Colombia; grietas políticas que polarizan, como en Argentina y Brasil; y por si fuera poco, revueltas en contra de lo que se considera «la Constitución de la dictadura», como en Chile. El caso peruano representa no uno, sino muchos conflictos.
Cuando volvemos la mirada a Perú desde cualquier rincón del mundo, la traducción de dicha situación emplea tanto el lenguaje de cada política doméstica propia, como el de nuestras preferencias ideológicas. El problema es que no es tan sencillo explicar dicha realidad, precisamente por la superposición de capas de conflictividad descritas. La constatación de los hechos nos lleva a «paradojas» difíciles de desenredar. Por ejemplo, las protestas recientes en Perú son protagonizadas por miles de trabajadores informales, movilizados con ánimo radical pero desideologizado, que exigen la renuncia de sus autoridades, a la vez que menos Estado. Existe evidencia de crowdfunding de comunidades campesinas y de desbloqueos temporales de carreteras que solo benefician a mineros ilegales. Ya no son efectivas las míticas arengas populares en la Plaza Dos de Mayo; las tomas de Lima fracasan, más no así versiones salvajes de occupy airports. Hay menos marcha y más vandalismo. No se trata del legado del Sendero Luminoso de Abimael Guzmán, aunque tampoco del «otro» de Hernando de Soto; más bien es una combinación fallida de ambos. No es revolución socialista ni liberal, ni exclusivamente campesina ni particularmente burguesa (no estamos ante el protagonismo del indígena arguediano ni ante la semilla del capitalismo popular). Esta revuelta antiestablishment peruana se juega como las partidas simultáneas de ajedrez y se hace, por ello mismo, inaprehensible. Sin embargo, pese a todo este escenario -tome asiento para enterarse de la noticia-, las cifras macroeconómicas siguen siendo auspiciosas. Perú no tiene un Estado fallido; ha fallado su política (sus políticos). El mercado sigue haciendo lo suyo, incluso en contra de sus instituciones: la rareza de esa informalidad tan inmensa que nos desborda, hasta volverse una nación de agnósticos políticos, de mesías desempleados. Así, la crisis peruana no tendría salida ni soluciones a la vista. ¿Es acaso como esos enigmas matemáticos en los que se invierten miles, millones de horas/hombre y ante los cuales fracasan los mortales, los Premios Nobel y hasta Stephen Hawkins? Autor: Carlos Meléndez Phd en Ciencia Política. Profesor de la Universidad Diego Portales Miembro de 50+1 Grupo de Análisis Político
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