Pedro Castillo, el ya expresidente golpista de Perú, no es sino un síntoma más de una enfermedad que gangrena al sistema político peruano y que, de vez en cuando, desemboca en crisis de régimen que ponen en peligro la institucionalidad democrática. No es un fenómeno exclusivamente peruano, pues hay abundantes ejemplos latinoamericanos semejantes, pero en el país andino se dan de forma más marcada. Castillo fue, en primer lugar, hijo de un sistema político que no posee un sistema de partidos con el suficiente músculo para sostener la institucionalidad democrática. Castillo ha sido un pésimo gobernante y solo fue un competente candidato a presidente que se aprovechó, en la campaña de 2021, de las debilidades ajenas, de los problemas estructurales de un colapsado sistema partidista peruano (hubo 23 candidatos en los comicios de hace una año y medio). Sacó partido de la endeblez de un centro devaluado y dividido (Julio Guzmán y George Forsyth), de una derecha fragmentada (Rafael López Aliaga y Daniel Urresti), de una izquierda desnortada (Verónika Mendoza y Yonhy Lescano) y, en segunda vuelta, canalizó el heterogéneo y huérfano voto antifujimorista. Su única virtud conocida era la de ser un maestro ajeno a una elite política rechazada por la población y representar al Perú profundo (indígena y rural). En segundo lugar Castillo es producto de un Perú penetrado por la corrupción... Después de ganar las elecciones a Keiko Fujimori y derrotar a la elite limeña, que le miraba con desconfianza por su procedencia social, étnica e ideológica, fue una nulidad como gobernante: incapaz de dotar de estabilidad, rumbo y gobernabilidad a su país. Careció de un plan o una agenda más allá de sobrevivir en el palacio presidencial aprovechando la corrupción generalizada de la clase política peruana, otra de las taras que padece el modelo político peruano.
Asimismo, Pedro Castillo ha sido el resultado de hasta donde conduce la frustración y el malestar de la ciudadanía y de que votar al mal menor cristaliza en un mal mayor. Los peruanos huyeron en los años 80-90 del ajuste neoliberal que encarnaba Mario Vargas Llosa para caer en los brazos de Alberto Fujimori. Al final tuvieron el ajuste y un régimen autoritario tras un golpe de 1992 que desembocó en un régimen dictatorial y corrupto. En 2021, por huir del peligro del fujimorismo el país respaldó a un hombre apoyado por un partido marxista-leninista y mariateguista, sin experiencia, sin capacidad y sin las habilidades políticas y administrativas suficientes para garantizar la gobernabilidad. Resultado: en solo menos de año y medio en el cargo, Castillo tuvo cinco gabinetes y más de 70 ministros. Finalmente, Pedro Castillo no es sino la punta del iceberg de los problemas estructurales que aquejan a Perú. Un país que carece de un sistema de partidos capaz no solo de canalizar las demandas ciudadanas sino de sostener una clase política que vaya más allá de sus intereses particulares y mire por el interés colectivo. El deficiente modelo institucional ha conducido al país a un choque de trenes entre instituciones: entre un Congreso cooptado por una élite política corrupta y un presidente incapaz de dar estabilidad al país y rodeado de sospechas de corrupción. La debilidad de los gobiernos que se han sucedido desde 2016 -seis presidentes en los últimos seis años- se debe a problemas de liderazgo (en el caso de Pedro Pablo Kuczynski y de Pedro Castillo, sobre todo) pero también de un sistema basado en partidos que representan intereses sectoriales o personales que no dotan de respaldo a los gobiernos sino que los someten a chantaje. Un sistema hiperfragmentado y donde la polarización y crispación política (fujimorismo vs antifujimorismo) convierten en ingobernable al país. Toda esta situación tiene consecuencias más allá de la política. La idea, tantas veces sostenida, de que en Perú la economía y la política pueden ir por raíles diferentes es una teoría que ya nadie comparte y que no se sostiene en la realidad. Que el país puede crecer a ritmos chinos en medio de un lodazal político dejó de ser verdad hace tiempo. La debilidad perenne de los gobiernos de Perú ha provocado que desde los 90 no se impulsen reformas integrales y estructurales lo cual ha acabado lastrando a una economía que es menos competitiva, menos productiva y está basada en la informalidad. Informes del BBVA apuntan a que esa falta de reformas explica por qué la economía peruana sufre un “bajo crecimiento … resultado de la debilidad de la inversión, políticas públicas de baja calidad y del rápido deterioro institucional”. Si en economía esta situación conduce a la parálisis y a colocar al Perú en la periferia y no en el centro de la IV Revolución Industrial, socialmente crea un peligroso caldo de cultivo donde germinan liderazgos personalistas y autoritarios. Y candidatos de corte bonapartista no faltan ni en Perú (Rafael López Aliaga y Daniel Urresti) ni en América Latina (de Bukele a Parisi pasando por Bolsonaro). Autor: Rogelio Núñez Castellano Doctor en Historia de América Latina por el Instituto Ortega y Gasset (Universidad Complutense de Madrid). Miembro del Instituto de Estudios Latinoamericamos de la Universidad de Alcalá y professor en la Universidad Francisco de Vitoria
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