Este 1º de enero de 2023, Lula tomará posesión para su tercer mandato como presidente de Brasil. El gobierno elegido con un pequeño margen de ventaja[1] a finales de octubre de 2022 enfrentará un escenario con muchos desafíos, en especial de orden político e institucional. Lula ha intentado, ya desde que formó el equipo de transición, incorporar los diferentes grupos políticos/ partidos que le apoyaron en el periodo electoral[2]: esta ingeniería es aún más compleja en la composición de los ministerios. El presidente intenta incorporar en su gobierno, en los cargos del alto escalafón y en los ministerios, a los representantes de los partidos que le apoyaron en el periodo electoral[3]. Una característica de la nueva gestión es que incorpora partidos de un amplio arco ideológico, desde la izquierda hasta la centroderecha. Incluido el PSD y el MDB: en esta última fuerza destaca su candidata a presidenta, Simone Tebet, la tercera en la primera vuelta...
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Pedro Castillo, el ya expresidente golpista de Perú, no es sino un síntoma más de una enfermedad que gangrena al sistema político peruano y que, de vez en cuando, desemboca en crisis de régimen que ponen en peligro la institucionalidad democrática. No es un fenómeno exclusivamente peruano, pues hay abundantes ejemplos latinoamericanos semejantes, pero en el país andino se dan de forma más marcada. Castillo fue, en primer lugar, hijo de un sistema político que no posee un sistema de partidos con el suficiente músculo para sostener la institucionalidad democrática. Castillo ha sido un pésimo gobernante y solo fue un competente candidato a presidente que se aprovechó, en la campaña de 2021, de las debilidades ajenas, de los problemas estructurales de un colapsado sistema partidista peruano (hubo 23 candidatos en los comicios de hace una año y medio). Sacó partido de la endeblez de un centro devaluado y dividido (Julio Guzmán y George Forsyth), de una derecha fragmentada (Rafael López Aliaga y Daniel Urresti), de una izquierda desnortada (Verónika Mendoza y Yonhy Lescano) y, en segunda vuelta, canalizó el heterogéneo y huérfano voto antifujimorista. Su única virtud conocida era la de ser un maestro ajeno a una elite política rechazada por la población y representar al Perú profundo (indígena y rural). En segundo lugar Castillo es producto de un Perú penetrado por la corrupción... El Estado de Excepción fue aprobado por el gobierno del presidente Nayib Bukele el 27 de marzo del presente año como respuesta a la escalada de violencia y homicidios que sacudió a El Salvador durante esas fechas. Pasados más de ocho meses de vigencia, tras sus correspondientes prorrogas, al contar el Gobierno con mayoría absoluta en el parlamento salvadoreño, tanto el presidente como sus ministros han reiterado su intención de prorrogar la situación el tiempo que sea necesario para ganar la guerra a los grupos violentos. La intención de acabar con los grupos violentos que azotan al país es loable, pero ¿Vale todo para acabar con la violencia? A lo largo de los diferentes procesos electorales que tendrán lugar en 2023 se podrá poner a prueba la validez de las distintas teorías esgrimidas para analizar lo que ocurre en América Latina. Entre ellas, si seguirá primando el voto de castigo a los oficialismos o se confirma la teoría del giro a la izquierda. De acuerdo con los resultados de las últimas 15 elecciones presidenciales, en 14 perdieron los oficialismos, lo que permite hablar de un fuerte sentimiento de descontento con la labor gubernamental. El único caso donde ganó el “incumbente” fue en Nicaragua, y si esto ocurrió se debió básicamente a la fuerte represión ejercida contra la oposición política y al fraude orquestado por el matrimonio Ortega – Murillo. En 2022 hubo otros procesos electorales que también sirvieron para cuestionar la idea de un profundo giro a la izquierda en la región, como fue el plebiscito de salida para aprobar la nueva Constitución chilena, saldado con una fuerte derrota del gobierno progresista de Gabriel Boric. Más recientemente tuvieron lugar las elecciones municipales en Cuba, y si bien el proceso electoral no se ciñe a los cánones de la de democracia representativa, especialmente en lo que respecta a la presentación de candidaturas por las fuerzas o grupos de oposición, lo cierto es que en estos comicios solo voto el 68,58% de los ciudadanos habilitados para hacerlo, lo que supuso la participación más baja en los últimos 40 años. |